[por Hugo Espinoza / Edición Nº0] Don Justo tuvo el mismo sueño de siempre. En angostas calles de un cerro porteño, por donde caminó hace tantas décadas, buscaba a doña María. Habían quedado en reunirse para una velada de tango, pero ella no aparecía. Jamás la encontraba.
El esfuerzo y la angustia lo despertaban. A su lado, como todas las mañanas durante más de cuarenta años, estaba ella durmiendo. Doña María iba al baño cerca de las ocho, después lo cedía a su marido mientras preparaba el desayuno. En la mesa, se servían té con unas tostadas. Mermelada para ella, queso de cabra para don Justo, que echó una cucharada de más en su taza.
Doña María no dejaba de lado ningún detalle, por más insignificante que pareciera. Todo debía seguir un curso que había pensado antes: no era posible que su marido quisiera el té más dulce. Así no se hacían las cosas. Entonces discutían, en su mundo absurdo, pequeño e infinito, hasta que don Justo comenzaba a reunir las migas con el borde de la mano y otorgaba una tregua. En el mismo orden que su esposa había definido hace muchos años, compartían los oficios del hogar. Ella se encargaba de hacer las camas mientras él barría las habitaciones. Luego cocinaban juntos, uno pelaba las papas y el otro hacía el caldo.
Después del almuerzo no había mucho más que hacer. A veces doña María planchaba y tejía algunos chalecos para el invierno y, cuando un suspiro interrumpía su labor, pensaba en sus hijos, todos casados, todos tan lejos. Don Justo también los extrañaba. Era un hombre muy respetado, un caballero con todos, y exigía el mismo respeto de la vida, por tantos años de sacrificio y trabajo en la vieja fábrica, que ya no estaba, que había esfumado como se fueron sus padres, sus veteranos amigos y sus hijos.
Estaba tan viejo que le era cada vez más difícil traer los rostros y las anécdotas alegres a la memoria. Tomando una pilsener en el balcón, recordaba la época cuando la casa era ruidosa, cuando siempre había algo que hacer. Pensaba cuando llevaba a doña María a las tertulias de tango, cuando bailaban embrujados por un encantamiento perpetuo. Entonces se acordó del sueño, del mismo sueño de siempre.
Después de tomar once y apagar la estufa, doña María lo buscaba para acostarse. Mientras rezaba a la Virgen, don Justo rendía sus ojos. Entonces ella concluyó la oración, y sellaba la vigilia pensando en los interminables detalles, como dejar descongelando la carne para la comida de la siguiente jornada. Pero esa noche no quiso levantarse. Prefirió cantar unas milongas de antaño para quedarse dormida.
Entonces don Justo, que deambulaba en las viejas y angostas calles de un cerro porteño, escuchó su canto. Persiguió el sonido del tango favorito que ambos bailarían en la fiesta que habían acordado asistir. Doña María estaba en una esquina, entonando una milonga y con la piel joven como cuando eran novios. Don Justo tomó su mano, le besó la mejilla tierna, y se quedó bailando con ella un tango perpetuo.
